El momento del café, en mitad de la mañana, era su oasis. Durante esos veinte minutos de desconexión, su imaginación navegaba y sus problemas cotidianos se disolvían como el azúcar en el café. Elegía casi siempre el mismo rincón, ni cerca ni lejos de la barra, frente a la puerta de entrada a la cafetería. Conocía a casi todas las personas que ocupaban las mesas cercanas. A todos, en mayor o menos medida, les había imaginado historias. Todo comenzó como un juego, una mañana aburrida en la que intentó averiguar la profesión de cada uno de ellos por su vestimenta, su peinado o su manera de comportarse. En la barra, trajeado, hojeando el periódico y fumando con avidez, el comercial del banco de la esquina. En la mesa de más alboroto, el grupo más heterogéneo, en edades, en estilos, todos muy expresivos, hablando con el cuerpo casi tan alto como con la voz: el claustro de maestros de un colegio cercano. Un poco más allá, junto a la ventana, una pareja de edad avanzada que aún cons